Deporte e identidad
Hace 20 años, un ayer nomás en términos históricos, el triunfo de un equipo de futbol solía prolongarse hasta el lunes por la mañana en alguna broma de oficina, nunca más allá de mediodía. Hoy, la obtención de un campeonato (incluso los de naturaleza tan dudosa como son los de la AFA) se celebra hasta la afonía. La gente inmediatamente gana la calle. En nuestra ciudad el lugar escogido para tales celebraciones, desde por lo menos la década del sesenta, es el frente del Teatro Municipal (*). Los gritos parecieran celebrar más la derrota del rival que el triunfo propio. Curiosamente, al equipo ganador se le pide que aguante cuando en verdad eso es lo que debería hacer el derrotado, aguantar la bronca, el llanto o el malhumor (**). Este tipo de ritos ignoran las distancias espaciales. En Bahía Blanca, la gente festeja el triunfo de un club cuya sede se encuentra a unos 800 km. Se trata de una manifestación de alegría cuya legitimidad nadie discute pero que puede leerse como un síntoma que pone de manifiesto ciertas tensiones culturales que hacen a la conformación de los sentidos de identidad y pertenencia del sujeto.
Por alguna razón no del todo aclarada, acaso el clima -el frío y el viento obligan a practicarlo en ámbitos cerrados, al menos parcialmente-, el basquet fue ganando, a partir de los años treinta, cada vez más adeptos en nuestra ciudad hasta transformarse en un símbolo de identidad del bahiense. Como en todo deporte, de inmediato se configura un clásico: Olimpo y Estudiantes. Es de una singularidad casi a escala planetaria el hecho de que los estadios de ambos clubes, los mayores de la ciudad, estén situados uno frente a otro. Tampoco es muy común que en una ciudad de las dimensiones de Bahía cada seis u ocho cuadras se encuentre un club de basquet. Lo cotidiano, se sabe, siempre es invisible.
Acaso hasta fines de la década del ochenta, los clubes conformaban un lugar de pertenencia, sin embargo no constituían el eje donde se vertebraba la identidad social del sujeto. Tanto es así que cuando Olimpo o Estudiantes salían del gira, se intercambiaban jugadores sin que esto lesionara la lealtad para con su club de origen, porque de alguna manera el equipo representaba a Bahía Blanca. Sucedía, claro, que amén de los componentes de la personalidad, como lo son la familia, la religión, había un tercero: la ideología política. Se era radical, peronista, comunista, revolucionario. Es decir, se construía una suerte de amalgama entre deseos individuales y la gratificación social.
El club además era una especie de espacio público donde se ingresaba sin presentar ninguna credencial; una suerte de plazas techadas (hasta principio de los 90, el club Liniers constituía una vía peatonal entre 12 de octubre y la avenida Alem). Por otra parte, debe considerarse al club como una suerte de sociedad en escala. Allí se enseñaban, a través del deporte, las normas que la modernidad profundizaba en la escuela. Por eso los nombres de muchos de esos clubes estaban en consonancia con los valores que la modernidad consideraba como positivos: El Progreso, El Porvenir, La Armonía, Unión, Libertad. O bien se bautizaban con los nombres de políticos inspirados por estos valores: Pueyrredón, Liniers, Alem. Una clara impronta nacionalista inspiró a otros como El Nacional y 9 de Julio. Algunos, sí, enfatizaban el carácter deportivo como Bahiense, Velocidad y Resistencia, Olimpo. Desde este punto de vista, los dos últimos clubes que han surgido en Bahía Blanca no dejan de constituir un síntoma. El Club de Tejo Sarmiento, de carácter claramente social, intenta preservar los valores aludidos más arriba, fue fundado por, precisamente, sujetos educados en la modernidad. El otro es Uno Bahía Club, mayormente dedicado a deportes individuales y poblado de espejos, su acceso está controlado por una máquina muy parecida a las utilizadas en los cajeros de los supermercados. De alguna forma el cuerpo ya no es un templo, como querían los griegos sino más bien una mercancía. No se alza con esto una voz de crítica, sólo se constata un hecho.
(*) Al estar ocupado el centro de la plaza Rivadavia por, precisamente, el monumento al primer presidente argentino, las manifestaciones populares de naturaleza política suelen dar una vuelta a la plaza culminando el recorrido frente al edificio municipal.. El trayecto del bahiense marca, de alguna forma, el respeto por las normas institucionales ya que siempre se camina respetando el sentido de la calle. Anulada su función cívica, la plaza Rivadavia hoy sirve para cortar camino.
(**) Por lo general, el argentino no quiere decir lo que literalmente dice sino lo contrario. Mata lo que llena de vida, alucina lo que hace ver las cosas con claridad, bestia es el muy inteligente, se considera re-loco a lo muy razonable, hijo de puta es una exclamación admirativa. Antes del etcétera: mientras Frank Sinatra es la Voz , Gardel es el Mudo .