Disciplina o sumisión: Academia, teatro y free jazz

Resumimos a continuación una ponencia del Dr. Horacio Radetich , gentilmente aportada por la Ing. Aloma Sartor, docente de nuestra casa.

Creo que una confesión a tiempo siempre es agradecible: por lo tanto confieso que no soy muy bueno en esto del teatro.

Creo, también, que la forma en que se tituló el tema que nos toca tratar expresa, claramente, las confusiones típicas de nuestra época. Sumisión y disciplina son sinónimos; el ejercicio de un saber disciplinario implica la sumisión de los sujetos que lo practican a los principios de la disciplina de la que se declaran adherentes. Hasta en el sentido autocorrectivo ambos términos son autoritarios y violentos: la sumisión implica la obediencia sin asomo alguno de crítica y las disciplinas el instrumento de tortura con el que algunos locos se flagelan para despojarse -por la expedita vía del dolor- de las de ideas o de los deseos no permitidos por el modelo de pensamiento al que adhieren. Pero dejemos este incidente de lado y pasemos a cosas más divertidas; los jazzistas dicen que un tema tiene tres partes: en la primera -tras un acuerdo entre los músicos que puede o no tener partitura- se «canta» el tema hasta que alguno de los intérpretes inicia una improvisación y desarrolla tal atrevimiento todo lo que su inspiración le permita con la solidaria colaboración de sus pares. En esta parte pueden haber improvisaciones de uno, de algunos o de la totalidad de los músicos que componen la banda; esa es la segunda parte. La tercera, la más compleja, es el regreso de los instrumentistas al tema inicial para darle fin a la obra.

La disciplina en el estudio y en el trabajo instrumental inducen –en los músicos rigurosamente formados para la ejecución de obras cultas o clásicas o como diablos puedan llamarse- a una sumisión de los ejecutantes al contenido del texto musical que se está leyendo. Eso es bueno y necesario; de esa manera nos transmiten lo que nuestros antepasados -o nuestros contemporáneos- sentían o sienten respecto a la vida, la muerte, el amor, los dioses, el pecado, el odio y la naturaleza, entre otros asuntos más o menos complejos e íntimos. Lo mismo sucede en el campo de la enseñanza de las especialidades académicas. Hay hombres y mujeres dedicados a preservar la tradición y otros y otras dedicados perseverantemente a destruirla. Ambos nos resultan imprescindibles para entender la complejidad del pasado y, sobre todo, del presente.

Quizás en el jazz y en el blues el hecho de ser un buen instrumentista no tiene importancia alguna para seducir, ese es el objeto de todas las artes, a quienes escuchan. Hay un algo más que la habilidad o el virtuosismo en la ejecución de un instrumento que los gringos llaman «feeling» y que independientemente de las traducciones posibles del término significa que un músico tiene algo que decirle al mundo; algo que no está escrito en las partituras, algo que no se ha dicho, algo que se lleva dentro y que es necesario sacar. La gente de teatro lo llama catarsis porque son legítimos herederos del modo helénico de interpretar esas cosas; nosotros que somos menos apegados a tal tradición agregamos a esa categoría la de «swing» que no es más que aquella forma de interpretación que nos obliga -de una u otra manera- a seguir el ritmo inclusive independientemente de nuestra voluntad.

Posiblemente pueda pasar algo similar con la forma en que recogemos las interpretaciones de algunas actrices, actores y directoras o directores de obras teatrales, pero ya lo confesé, de teatro no sé mucho.

Hay que tener «swing» para ser un buen profesor. Hay que tener «feeling» para presentar a los estudiantes la vieja y sólida tradición analítica sin caer en la tontería de asumirla como verdad. En la ciencia, como en el jazz y como en el teatro no hay verdades, hay interpretaciones.

Un lingüista francés que tuvo la mala idea de morirse atropellado por un camión de una lavandería decía que hay dos tipos de profesores, los buenos y los malos. Decía que los malos profesores son los que enseñan lo que saben y, en contrapartida, los buenos son los que enseñan lo que no saben; los que dudan, los que están en pleno y contradictorio proceso de construir una idea propia. Así, los buenos profesores, siembran la semilla de la crítica que si se piensa bien es la base de los más complejos desarrollos de las ciencias. Si florece o no florece en el cuerpo de los estudiantes… no es responsabilidad de los maestros. La crítica no se puede enseñar, es una decisión del espíritu, una decisión muy dramática, por cierto.

Un maestro que repite y enseña a los estudiantes lo que dijo fulano o zutano es un tipo aburridísimo. Un maestro que retoma lo dicho por fulano o zutano e improvisa, recrea, pone su alma en descubierto y crea nuevas interpretaciones -de las cuales no está muy seguro en lo que respecta a la rigurosa cientificidad pero que le acarician el alma- es un maestro con «feeling» y «swing». Un tipo que en su salón de clases reproduce la vieja herencia helénica de hacer teatro, de seducir las conciencias y los sentimientos de su público es un buen profesor en el sentido que señalaba Barthes.

Hay demasiados profesores y profesoras que repiten lo que ya se sabe y pocos, por desgracia, asumen el riesgo de la innovación, de la creatividad sustentada en la tradición.

Inyectarle dosis masivas de teatro, de humor y de creatividad al quehacer académico podría ser tan rico para todos como nutrir la ilimitada imaginación teatral -¡por fin!- con análisis incisivos, descarnados, sobre nuestras «miserias de la cotidianidad», como diría Marx a quien no hay por qué no citar ¿verdad?

Dr. Horacio Radetich

El Dr. Radetich está actualmente radicado en Coyoacán , México, profesor de Sociología y Economía egresado de la UNS (1973) y Dr. en Filosofía con especialidad en Sociología de la Universidad de Bucarest (Rumania). Es docente en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de México.