¡Oh Dios, salve Argentina!
Cuando se reflexiona sobre el país los juicios no pueden ser más duros: endeudamiento externo, dependencia, falta de desarrollo, corrupción, inseguridad, justicia inexistente, en suma una realidad que afrenta y angustia a los argentinos, que no caemos en darnos cuenta que somos nosotros mismos los factores de tal escenario deprimente.
Y la actitud que sigue a continuación como respuesta, consiste sistemáticamente en la comparación con otros países mejor calificados en el concierto internacional, oponiendo a nuestras falencias las virtudes de esos contextos y clamando para que se los imite en la búsqueda de mejores resultados.
Si los otros, no nosotros, no se hacen cargo de la situación y la resuelven, entonces sólo queda el camino de la queja permanente, repetida hasta el hartazgo por los medios de comunicación y la adopción del objetivo de salvación individual, por la vía de emigrar hacia las tierras admiradas.
¡Qué triste defección histórica la de esta generación, cuando frente a las urgencias nacionales lo único que atina es a buscar culpables, a lamentarse amargamente de la circunstancia que le toca vivir y a planear como solución particular, la huida a mejores ambientes creados por otros, de cuyas ventajas se pueda aprovechar sin el sacrificio previo de haber contribuido a su generación!
¿Y el país qué? Cínicamente hasta es divertido decir que el último que se vaya apague la luz, como si ese patrimonio no fuera el nuestro, el que con enormes sacrificios construyeron desde 1810 legiones de compatriotas, entre los cuales seguramente, figuran nuestros propios ancestros.
Argentina no siempre fue así, como es hoy. Es verdad que la segunda mitad del siglo XX marca una tendencia declinante, que debe se necesariamente revertida si se apuesta al destino nacional, pero también es cierto que la primera mitad precedente revela un progreso prodigioso, que atrajo las corrientes poblacionales desde los mismos sitios adonde hoy se busca emigrar.
¿Por qué entonces inspirarse en el ejemplo actual de las naciones líderes, adoptando sus ideas, costumbres y modelos aunque no guarden relación con la propia idiosincrasia y no, por el contrario, rescatar los paradigmas de aquella Argentina pujante de 1900? ¿Será que eran otras la estatura, la fuerza de las convicciones y el espíritu de sacrificio de los hombres de hace cien años?
¿Y si así fuera, cómo recrearlos ahora, en que resulta necesario sustituir a los quejosos y a los migrantes por una población aguerrida y con fe inquebrantable en sus propias fuerzas? La respuesta no es fácil pero las claves están en la historia de los argentinos, cuando se reflexiona sobre el estado del país después de las guerras civiles y su definitiva constitucionalización. Es allí donde aparecen los padres constructores de la Argentina del progreso manifiesto, en las figuras de Sarmiento, Alberdi, Mitre y Avellaneda, para citar los más relevantes y en su estrategia de aliento secular: poblar las pampas con todos los hombres del mundo que quieran habitarlas -inmigrar, no emigrar- y desarrollar la educación pública, universal, gratuita y obligatoria, para sustituir la barbarie por la civilización.
Se instalan a su influjo los valores del trabajo honesto, del ahorro como base del capital, de la cultura como medio de acceder al progreso material y a la calidad de vida, facilitando la permeabilidad social, la integración nacional y la formación de una conciencia colectiva del destino del país, que no daban lugar a que nadie pretendiera desertar de la magna empresa común. En la base de este modelo, ahora auténticamente argentino, pueden distinguirse las ideas y las acciones preclaras de los padres fundadores mencionados, la solidez de la familia y el respeto irrestricto de sus convenciones y la excelencia de una educación pública en todos los niveles. De la escuela primaria, del ciclo medio y de las universidades, que dieron lustre al país y más que eso todavía, lo proveyeron de recursos humanos educados en la exigencia y en el esfuerzo.
¿Por qué entonces no trazar hoy el proyecto estratégico de largo plazo? Más allá de las urgencias de la hora, de los requerimientos de la coyuntura, de los blindajes y de los reclamos desaforados, se impone imaginar la visión secular, que dé como resultado la Argentina del siglo XXI, que detenga la hemorragia de las emigraciones y la reemplace por el empecinamiento de quienes se sientan capaces de construir un mejor porvenir.
El punto de partida es mirarse en el espejo de 1900, volviendo a instalar la cultura del trabajo productivo, consolidando los valores inmanentes de la familia y retornando a la educación pública las virtudes que le dieron excelencia. Y sobre todo, los argentinos pidiéndonos a nosotros mismos, la contribución de reemplazar quejas y solicitaciones por esfuerzo, trabajo, estudio, sacrificio, amor a la Patria y fe incoercible en su futuro.
Si así ocurriera, ¡oh Dios Salve Argentina!
Ing. Antonio Siri